EN EL BIECENTENARIO DEL
NACIMIENTO DE LEÓN XIII
Carta Encíclica Laetitiae
Sanctae de S.S. León XIII
Septiembre 8 de 1893
Agradecimiento
para con María
A la santa alegría que nos ha
causado el feliz cumplimiento del quincuagésimo aniversario de nuestra
consagración episcopal, se ha añadido vivísima fuente de ventura; es a saber:
que hemos visto a los católicos de todas las naciones, como hijos respecto de
su padre, unirse en hermosísima manifestación de su fe y de su amor hacia Nos.
Reconocemos en este hecho, y lo proclamamos con nuevo agradecimiento, un
designio de la providencia de Dios, una prueba de su suprema benevolencia hacia
Nos mismo y una gran ventaja para su Iglesia. Nuestro corazón anhela colmar de
acción de gracias por este beneficio a nuestra dulcísima intercesora cerca de
Dios, a su augusta Madre. El amor particular de María, que mil veces hemos
visto manifestarse en el curso de nuestra carrera, tan larga y tan variada,
luce cada día más claramente ante nuestros ojos, y tocando nuestro corazón con
una suavidad incomparable, nos confirma en una confianza que no es propiamente
de la tierra. Parécenos oír la voz misma de la Reina del cielo, ora animándonos
bondadosamente en medio de las crueles pruebas a que la Iglesia está sujeta,
ora ayudándonos con sus consejos en las determinaciones que debemos tomar para
la salud de todos; ora, en fin, advirtiéndonos que reanimemos la piedad y el
culto de todas las virtudes en el pueblo cristiano. Varias veces se ha hecho en
Nos una dulce obligación responder a tales estímulos. Al número de los frutos
benditísimos que, gracias a su auxilio, han obtenido nuestras exhortaciones, es
justo recordar la extraordinaria propagación de la práctica del santísimo
Rosario. Se han acrecentado aquí cofradías de piadosos fieles; allá se han
fundado nuevas; hanse esparcido preciosos escritos sobre esto entre el pueblo y
hasta las bellas artes han producido obras maestras de arte.
El
rosario y los males de nuestro tiempo
Pero ahora, como si oyésemos la
propia voz de esta Madre amantísima decirnos: clama, ne cesses, queremos ocupar de nuevo vuestra atención,
venerables hermanos, con el Rosario de María, en el momento próximo al mes de
octubre, que Nos hemos consagrado a la Reina del cielo, y a esa devoción del
Rosario, que le es tan grata, concediendo con tal ocasión a los fieles el favor
de santas indulgencias. Mas el objeto principal de nuestra carta no será, sin
embargo, ni escribir un nuevo elogio de una plegaria tan bella en sí misma, ni
excitar a los fieles a que la recen cada vez más. Hablaremos de algunas preciosísimas
ventajas que de ella se pueden obtener, y que son perfectamente adecuadas a los
hombres y a las circunstancias actuales. Pues Nos estamos tan íntimamente
persuadidos de que la devoción del Rosario, practicada de tal suerte que
procure a los fieles toda la fuerza y toda la virtud que en ella existen, será
manantial de numerosos bienes, no sólo o para los individuos, sino también para
todos los estados.
Nadie ignora cuánto deseamos el
bien de las naciones, conforme al deber de nuestro supremo apostolado, y cuan
dispuestos estamos a hacerlo, con el favor de DIOS. Pues Nos hemos advertido a
los hombres investidos del poder que no promulguen ni apliquen leyes que no
estén conformes con la justicia divina.
Nos hemos exhortado frecuentemente a aquellos ciudadanos superiores a
los demás por su talento, por sus méritos, por su nobleza o por su fortuna, a
comunicarse recíprocamente sus proyectos, a unir sus fuerzas para velar por los
intereses del Estado y promover las empresas que pueden serle ventajosas.
Pero existe gran número de causas
que en una sociedad civil relajan los lazos de la disciplina pública y desvían
al pueblo de procurar, como debe, la honestidad de las costumbres. Tres males,
sobre todo, nos parecen los mas funestos para el común bienestar, que son: el
disgusto de una vida modesta y activa, el horror al sufrimiento y el olvido de
los bienes eternos que esperamos.
Repugnancia
a la vida modesta
Nos deploramos -y aquellos mismos
que todo lo reducen a la ciencia y al provecho de la Naturaleza reconocen el
(hecho y lo lamentan-, Nos deploramos que la sociedad humana padezca de una
espantosa llaga, y es que se menosprecian los deberes y las virtudes que deben
ser ornato de una vida oscura y ordinaria. De donde nace que en el hogar doméstico los hijos se desentiendan de
la obediencia que deben a sus padres, no soportando ninguna disciplina, a menos
que sea fácil y se preste a sus diversiones. De ahí viene también que los
obreros abandonen su oficio, huyan del trabajo y, descontentos de su suerte,
aspiren a más alto, deseando una quimérica igualdad de fortunas; movidos de
idénticas aspiraciones, los habitantes de los campos dejan en tropel su tierra
natal para venir en pos del tumulto y de los fáciles placeres de las ciudades.
A esta causa debe atribuirse también la falta de equilibrio entre las diversas
clases de la sociedad; todo está desquiciado; los ánimos están comidos del odio
y la envidia: engañados por falsas esperanzas, turban muchos la paz pública, ocasionando
sediciones, y resisten a los que tienen la misión de conservar el orden.
Lecciones
de los misterios gozosos
Contra este mal hay que pedir
remedio al Rosario de María, que comprende a la vez un orden fijo de oraciones
y la piadosa meditación de los misterios de la vida del Salvador y de su Madre.
Que los misterios gozosos sean indicados a la multitud y puestos ante los ojos
de los hombres, a manera de cuadros y modelos de virtudes: cada uno comprenderá
cuán abundantes son y cuán fáciles de imitar y propios para inspirar una vida
honesta los ejemplos que de ellos pueden sacarse y que seducen los corazones
por su admirable suavidad.
Pónese delante de los ojos la casa
de Nazaret, asilo a la vez terrestre y divino de la santidad. ¡Qué modelo tan hermoso
para la vida diaria! ¡Qué espectáculo tan perfecto de la unión hogareña! Reinan
ahí la sencillez y la pureza de las costumbres; un perpetuo acuerdo en los
pareceres; un orden que nada perturba; la mutua indulgencia; el amor, en fin,
no un amor fugitivo y mentiroso, sino un amor fundado en el cumplimiento asiduo
de los deberes recíprocos y verdaderamente digno de cautivar todas las miradas.
Allí, sin duda, ocúpanse en disponer lo necesario para el sustento y el
vestido; pero es con el sudor de la frente, y como quienes, contentándose con
poco, trabajan más bien para no sufrir el hambre que para procurarse lo
superfluo. Sobre todo esto, adviértese una soberana tranquilidad de espíritu y
una alegría igual del alma; dos bienes que acompañan siempre a la conciencia de
las buenas acciones cumplidas.
Ahora bien: los ejemplos de estas
virtudes, de la modestia y de la sumisión, de la resignación al trabajo y de la
benevolencia hacia el prójimo, del celo en cumplir los pequeños deberes de la
vida ordinaria, todas esas enseñanzas, en fin, que, a medida que el hombre las
comprende mejor, más profundamente penetran en su alma, traerán un cambio
notable en sus ideas y en su conducta. Entonces cada uno, lejos de encontrar
despreciables y penosos sus deberes particulares, los tendrá más bien por muy
gratos y llenos de encanto; y gracias a esta especie de placer que sentirá con
ellos, la conciencia del deber le dará más fuerza para bien obrar. Así las
costumbres se suavizarán en todos los sentidos: la vida doméstica se deslizará
en medio del cariño y de la dicha y las relaciones mutuas estarán llenas de
sincera delicadeza y de caridad. Y si todas estas cualidades de que estará
dotado el hombre individualmente considerado se extendieren a las familias, a
las ciudades, al pueblo todo, cuya vida se sujetaría a estas prescripciones, es
fácil concebir cuántas ventajas obtendría de ello el Estado.
Repugnancia
al sacrificio
Otro mal funestísimo, y que no
deploraremos bastante, porque cada día penetra más profundamente en los ánimos
y hace mayores estragos, es la resistencia al dolor y el lanzamiento violento
de todo lo que parece molesto y contrario a nuestros gustos. Pues la mayor
parte de los hombres, en vez de considerar, como sería preciso, la tranquilidad
y la libertad de las almas como recompensa preparada a los que han cumplido el
gran deber de la vida, sin dejarse vencer por los peligros ni por los trabajos,
se forjan la idea de un Estado donde no habría objeto alguno desagradable y
donde se gozaría de todos los bienes que esta vida puede dar de sí. Deseo tan
violento y desenfrenado de una existencia feliz, es fuente de debilidad para
las almas, que si no caen por completo, se enervan por lo menos, de suerte que
huyen cobardemente de los males de la vida, dejándose abatir por ellos.
Lecciones
de los misterios dolorosos
También en este peligro puede
esperarse del Rosario de María grandísimo socorro para fortalecer las almas
(tan eficaz es la autoridad del ejemplo), si los misterios que se llaman
dolorosos son objeto de una meditación tranquila y suave desde la más tierna
infancia, y si luego se continúa meditándolos asiduamente. En ellos se nos
muestra a Cristo autor y consumador de nuestra fe, que comenzó a obrar y a
enseñar a fin de que encontrásemos en El mismo, ejemplos adecuados a las
enseñanzas que nos diera sobre la manera como debemos soportar las fatigas y
los sufrimientos, de tal modo que El quiso sufrir los males más terribles con
una gran resignación. Vémosle agotado de tristeza, hasta el punto de que la sangre
corre por todos sus miembros como sudor copioso Vémosle apretado de ligaduras,
como un ladrón; sometido al juicio de hombres perversísimos; objeto de
terribles ultrajes y de falsas acusaciones. Vémosle flagelado, coronado de
espinas, clavado en la cruz, considerado como indigno de vivir largo tiempo y
merecedor de morir en medio de los gritos ensordecedores de la chusma. Pensamos
cuál debió ser, ante tal espectáculo, el dolor de su santísima Madre, cuyo
corazón fue, no solamente herido, sino atravesado de una espada de dolor, de
suerte que se la llamase y fuese realmente la Madre del dolor.
Aquel que, no contento con la
contemplación de los ojos, medite frecuentemente estos ejemplos de virtud,
¡cómo sentirá renacer en sí la fuerza para imitarlos! Que la tierra sea para él
maldita y que no produzca más que espinas y zarzas; que su alma sufra todas las
amarguras posibles; que la enfermedad agobie su cuerpo; no habrá mal alguno, ya
provenga del odio de los hombres, ya de la cólera de los demonios, ningún género
de calamidad pública o privada que él no venza con su resignación. De ahí el
acertado dicho: Hacer y sufrir cosas arduas es propio del cristiano; pues el
cristiano, en efecto, aquel que es considerado a justo título como digno de ese
nombre, no puede dejar de seguir a Cristo paciente. Hablamos aquí de la
paciencia, no de esa vana ostentación del alma endureciéndose contra el dolor,
que manifestaron algunos filósofos antiguos, sino de la que, tomando el ejemplo
de Cristo, que quiso sufrir la cruz, cuando pudo elegir la alegría, y que
despreció la confusión (Hebr. 12, 2), y pidiéndole los oportunos auxilios de su
gracia, no retrocede ante ninguna pena, antes las sobrelleva todas con regocijo
y las considera como un favor del cielo y una ganancia. El catolicismo ha
poseído y posee todavía discípulos preclarísimos penetrados de esta doctrina,
muchos hombres y mujeres de todo país y de toda condición dispuestos a sufrir,
siguiendo el ejemplo de Cristo, Señor nuestro, todas las injusticias y todos
los males por la virtud y por la religión, y que se apropian más de hecho que
de palabra el rasgo de Dídimo: Vayamos también nosotros y muramos con El (Io.
11, 16). ¡Que los ejemplos de esta admirable constancia se multipliquen cada
vez más, y la defensa de los Estados y el vigor y la gloria de la Iglesia
crecerán incesantemente!
Descuido
de los bienes eternos
La tercera especie de males a que
es preciso poner remedio es, sobre todo, propia de los hombres de nuestra
época. Pues los de las edades pasadas, si bien estaban ligados de una manera a
veces criminal a los bienes de la tierra, no desdeñaban enteramente, sin
embargo, los del cielo; los más sabios de entre los mismos paganos enseñaron
que esta vida era para nosotros una hospedería, no una morada permanente; que
en ella debíamos alojarnos durante algún tiempo, pero no habitarla. Mas los
hombres de hoy, aunque instruidos en la fe cristiana, adhieren en su mayor
parte a los bienes fugitivos de la vida presente, no sólo como si quisiesen
borrar de su espíritu la idea de una patria mejor, de una bienaventuranza
eterna, sino como si quisieran destruirla enteramente a fuerza de iniquidades.
En vano San Pablo les hace esta advertencia: No tenemos aquí una morada
estable, sino que buscamos una que hemos de poseer algún día (Hebr. 12, 14).
Cuando se pregunta uno cuáles son
las causas de esta calamidad, se ve, por de contado, que en muchos existe el
temor de que el pensamiento de la vida futura pueda destruir el amor de la
patria terrestre y perjudicar la prosperidad de los Estados; no hay nada más
odioso y más insensato que semejante convicción. Pues las esperanzas eternas no
tienen por carácter absorber de tal manera los bienes presentes; cuando Cristo
mandó buscar el reino de Dios, dijo que se le buscase primero; pero no que se
dejase todo lo demás aun lado. Pues el uso de los objetos terrestres y los
goces permitidos que de ellos se pueden sacar no tienen nada de ilícito, si
contribuyen al acrecentamiento o a la recompensa de nuestras virtudes, y si la
prosperidad y la civilización progresiva de la patria terrestre manifiesta de
una manera espléndida el mutuo acuerdo de los mortales y refleja la belleza y
magnificencia de la patria celestial: no hay en esto nada que no convenga a
seres dotados de razón, ni que sea opuesto a los designios de la Providencia.
Porque Dios es a .la vez el autor de la naturaleza y de la gracia, y no quiere
que la una perjudique a la otra, ni que haya entre ellas conflicto, sino que
celebren en cierto modo un pacto de alianza para que, bajo su dirección,
lleguemos un día por el camino más fácil a aquella eterna felicidad a que
fuimos destinados.
Pero los hombres egoístas, dados a
los placeres, que dejan vagar todos sus pensamientos sobre las cosas caducas y
no pueden elevarse a más altura, en lugar de ser movidos por los bienes de que
gozan a desear mas vivamente los del :cielo, pierden completamente la idea
misma de la eternidad y van a caer en una condición indigna del hombre. Pues el
poder divino no puede herirnos con pena más terrible que dejándonos gozar de
todos los placeres de la tierra, pero olvidando al mismo tiempo los bienes
eternos.
Lecciones
de los misterios gloriosos
Evitará completamente este peligro
el que se dé a la devoción del Rosario y medite atenta y frecuentemente los
misterios gloriosos que en él se nos proponen. Pues de estos misterios,
ciertamente, nuestro espíritu toma la luz necesaria para conocer los bienes que
no ven nuestros ojos, pero que Dios, lo creemos con firme fe, prepara a los que
le aman. Así aprendemos que la muerte no es un aniquilamiento que nos arrebata
y que nos destruye todo, sino una emigración y, por decirlo así, un cambio de
vida. Aprendemos claramente que hay una ruta hacia el cielo abierta para todos,
y cuando vemos a Cristo volver allá, nos acordamos de su dulce promesa: Voy a
prepararos un puesto. Aprendemos, ciertamente, que vendrá un tiempo en que Dios
secará todas las lágrimas de nuestros ojos. en que no habrá más luto, ni
quejidos, ni dolor, sino que estaremos siempre con Dios, parecidos a Dios, pues
que le veremos tal cual es, gozando del torrente de sus delicias, con,
ciudadanos de los santos, en comunión bienaventurada con la gran Reina y Madre.
El espíritu que considere estos
misterios no podrá menos de inflamarse y de repetir esta frase de un hombre muy
santo: ¡Qué vil es la tierra cuando miro al cielo!; y gozar el consuelo que da
pensar que una tribulación momentánea y ligera nos conquista una eternidad de
gloria. Este es, en efecto, el único lazo que une el tiempo presente con la
vida eterna, la ciudad terrestre con la celestial; ésta es la única
consideración que fortifica y eleva las almas. Si tales almas son en gran
número, el Estado será rico y floreciente, se verá reinar la verdad, el bien,
lo bello, según este modelo, que es el principio y el origen eterno de toda
verdad, de todo bien y de toda belleza.
Ya todos los cristianos pueden ver,
como Nos lo hemos manifestado al principio, cuáles son los frutos y cuál es la
virtud fecunda del Rosario de María, su poder para curar los males de nuestra
época y hacer desaparecer los gravísimos castigos que sufren los Estados.
Las
cofradías del Rosario
Pero es fácil comprender que
sentirán más abundantemente estas ventajas aquellos que, inscritos en la santa
Cofradía del Rosario, se distinguen por una unión particular y verdaderamente
fraternal y por su devoción a la Santísima Virgen. Pues estas cofradías,
aprobadas por la autoridad de los pontífices romanos, colmadas por ellos de
privilegios y enriquecidas de indulgencias, tienen su propia forma de orden y
gobierno, tienen asambleas a fecha fija y gozan de poderosos apoyos, que les
aseguran su prosperidad y las hacen grandemente provechosas para la sociedad
humana. Estos son ejércitos que combaten los combates de Cristo por sus
misterios sagrados, bajo los auspicios y la guía de la Reina del cielo; se ha
podido averiguar en todo tiempo, y sobre todo en Lepanto, cuán favorable se ha
mostrado a sus súplicas y a las ceremonias y procesiones que ellos han
organizado.
Es, pues,
obvio mostrar gran celo y esfuerzo en fundar, acrecentar y gobernar tales
cofradías. Nos no hablamos aquí sólo a los encargados de esta misión, según su
instituto, sino a todos los que tienen el cuidado de las almas y, sobre todo,
el ministerio de las iglesias en las que estas cofradías están instituidas. Nos
deseamos también ardientemente que los que emprenden
viajes para propagar la doctrina de Cristo entre las naciones bárbaras, o para
afirmarla donde ya se ha establecido, propaguen asimismo la devoción del
Rosario.
Con las exhortaciones de todos los
misioneros, Nos no dudamos que ha de haber un gran número de cristianos,
cuidadosos de sus intereses espirituales, que se harán inscribir en esta misma
Cofradía y se esforzarán por adquirir los bienes del alma que Nos hemos
indicado; aquellos, sobre todo, que constituyen la razón de ser y, en algún
modo, la esencia del Rosario. El ejemplo de los miembros de la Cofradía
inspirará a los demás fieles un respeto y una piedad muy grandes hacia el mismo
Rosario. Estos, animados por ejemplos semejantes, pondrán todo su celo en tomar
parte en estos bienes tan saludables. Tal es nuestro deseo más ardiente.
Esta es, de consiguiente, la
esperanza que nos guía y nos anima en medio de los grandes males que sufre la
sociedad. ¡Ojalá, gracias a tantas oraciones, María, la Madre de Dios y de los
hombres, que nos ha dado el Rosario y que es su Reina, pueda hacer de suerte
que esta esperanza se realice por completo! Nos tenemos confianza, venerables
hermanos, en que vuestro concurso, nuestras enseñanzas y nuestros deseos
contribuirán a la prosperidad de las familias, a la paz de los pueblos y al
bien de la tierra.
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