por Mons Aguer, arzobispo emérito de La Plata
Fuente: Infocatólica, 24/05/22
Las imágenes corresponden a los mosaicos de Mirko Rupnik, sj,
realizados en el Santuario de la Virgen de Ta ´Pinu en Malta
Misterios Gozosos
Los Misterios Gozosos nos permiten meditar la infancia
del Señor, desde la iniciativa de Dios, que ha querido realizar la salvación de
los hombres mediante la Encarnación de la Segunda Persona de su Trinidad
Santísima. Suscitan en nosotros, como fruto de la contemplación, un sentimiento
de alegre aprobación, de complacencia en el recuerdo de aquellos hechos del
origen de la humanidad asumida por el Verbo, y a la vez de esperanza en la
participación de la vida divina, que nos ofrece el Señor. Los Misterios Gozosos
del Rosario asumen el Evangelio de la Infancia, según San Lucas.
Primer Misterio: La Anunciación del Arcángel Gabriel a María
En el Primer Misterio contemplamos la Anunciación del
Arcángel Gabriel a María de que ha sido elegida para ser la Madre del Dios
hecho hombre; y la consiguiente Encarnación del Verbo. Queriendo el Dios Trino
hacer participar al hombre de su vida divina, decidió participar Él, en la
Persona del Hijo, de la naturaleza humana. Es lo que la Tradición cristiana
llama el admirable intercambio. El ángel se hace presenta, y saluda: jáire, así
reza el texto griego de Lucas; es una forma habitual de saludo, que en latín
suena Ave; es como si dijera «hola». Pero jáire significa alégrate; y no añade
el nombre María, sino expresa el efecto de la predilección divina que la ha
elegido para ser su Madre: kejaritōmenē, plenamente favorecida: llena de
gracia. En ese ignoto rincón del mundo, Nazaret, en Galilea, se produjo la gran
mutación de la historia: el don absoluto del amor divino inicia el proceso
silencioso, oculto, que acabará, pasando por la realidad humana de la muerte,
en el nuevo y definitivo estado de existencia: la Resurrección.
La pintura de los más grandes artistas ha representado
la escena: el ángel, hincándose ante la doncella (María tendría unos 15 años),
ofreciéndole una vara de lirio. Existe una variante muy bella: el pintor
argentino Juan Antonio Ballester Peña presentó a ambos de pie, protagonizando
el diálogo: Concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús…
¿Cómo puede ser eso si yo no tengo relaciones con ningún hombre? Entonces se
revela el papel del Espíritu Santo, la nube que en la Biblia aparece
repetidamente como presencia del poder divino. Cuando la Virgen pronuncia su
aceptación, fiat: sí, que se cumpla la voluntad del Señor, el Verbo, la segunda
Persona de la Trinidad divina, desciende al seno de María, e inicia su
peregrinación como hombre en este mundo, que ha venido a salvar. En este Primer
Misterio de Gozo, la contemplación se detiene aquí, con una admiración sin
límites, y con una dichosa gratitud, al ver en ese episodio el origen de
nuestra vida en la gracia de Dios.
Segundo misterio: La visita de María a Isabel
El ángel, para disipar la perplejidad de la Virgen
ante su anuncio, le informó que su pariente Isabel, vieja y estéril, había
recibido la gracia de concebir. Entonces, como continúa el relato de Lucas,
María partió sin demora para visitarla. Nazaret queda unos 200 metros bajo el
nivel del mar; es preciso subir a la Montaña de Judea, y subir como quien se
dirige a Jerusalén, que queda a unos 700 metros de altitud. No parece razonable
pensar que la jovencísima Virgen hiciera sola ese viaje. Pudo unirse a alguna
de las peregrinaciones que «subían» a Jerusalén. San Francisco de Sales afirma
que la acompañó San José. En Lc 1, 27 se dice que María «estaba comprometida
con José». Era la primera etapa de los desposorios; todavía no hacían vida en
común (cf. Mt 1, 18. 25). Una observación «de paso»: frecuentemente se ha
representado a José como un hombre mayor, como un viejo, quizá deseando
asegurar la castidad, la virginidad de la prometida. En mi opinión, es más
razonable pensar que José era un muchacho de la edad en que normalmente, en los
tiempos bíblicos, se concertaba el matrimonio. Podría tener, por ejemplo, 18
años.
Volvamos al episodio de la Visitación. María llevaba en su seno a Jesús, fuente de bendición. Así lo experimentó Isabel, que se vio impulsada a exclamar: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre!»; exclamación que hacemos nuestra en el Avemaría. El evangelista atribuye entonces a Nuestra Señora un cántico que celebra la misericordia de Dios para con los pobres y los humildes; y expresa su fidelidad a las promesas hechas a los patriarcas. Es el Magnificat, que se ha convertido en una fórmula litúrgica; y aparece diariamente en el Oficio de Vísperas. Numerosos compositores se valieron de ese texto para obras bellísimas; basta recordar el debido a Juan Sebastián Bach. Copio el texto, que se puede aprender de memoria (Lc 1, 46-35):
Mi alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi
Salvador,
porque miró con bondad la pequeñez de su servidora.
En adelante todas las generaciones me llamarán feliz,
porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas.
¡Su Nombre es santo!
Su misericordia se extiende de generación en
generación
sobre aquellos que lo temen.
Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los soberbios de corazón.
Derribó a los poderosos de su trono
y elevó a los humildes.
Colmó de bienes a los hambrientos
y despidió a los ricos con las manos vacías.
Socorrió a Israel, su servidor,
acordándose de su misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres,
en favor de Abraham y su descendencia para siempre.
Al contemplar este Misterio, pidamos a la Virgen
Santísima que nos visite a nosotros. Y que nos traiga con Ella la bendición de
Jesús.
Tercer Misterio: El Nacimiento de Jesús en Belén
Se trata de la meditación de Navidad, que va siempre
acompañada de tantos y tan bellos recuerdos. San Lucas relata las
circunstancias del Nacimiento y la adoración de los pastores (Lc 2, 1-19).
Observa cómo la Providencia de Dios dirige los acontecimientos para que se
cumplan las profecías. La historia de Roma es aquí destacada de modo singular.
Augusto fue emperador romano desde el año 27 a.C, hasta el 24 d.C. A él se debe
la realización de un censo de «todo el mundo»; es decir del Orbe Romano, que
abarcaba el territorio de Israel con su población. Ese arbitrio obliga a José,
con María y su avanzado embarazo, a desplazarse de Nazaret a Belén, donde
ocurrió el nacimiento del Hijo primogénito, que sería Primogénito de todas las
naciones. «No había lugar para ellos en el albergue». No era este un hotel sino
el lugar donde se detenían las caravanas, que renovaban sus cabalgaduras. La
falta de lugar deberá entenderse como lo inadecuado de un sitio bullicioso de
gente que iba y venía, nada propio para un parto. Así se cumplió la profecía de
Miqueas: «Y tú, Belén Efratá, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti me
nacerá el que debe gobernar a Israel; sus orígenes se remontan al pasado, a un
tiempo inmemorial. Por eso el Señor los abandonará hasta el momento en que dé a
luz la que debe ser madre»… (Miq 5, 1-2; cf. Mt 2, 4-6). El nacimiento de Jesús
es un misterio obrado, como escribió San Ignacio de Antioquía, en el silencio
de Dios. La Tradición nos enseña que fue un parto virginal. María es Virgen
perpetua, aeiparthénos la llaman los cristianos de Oriente: antes, en y después
del parto. El trono del Rey de cielos y tierra es un cajón del que las bestias
comían su alimento; y su ropaje, pañales. Los íconos muestran a Jesús fajado
con bandas, como preparado para el sepulcro.
La visita de los pastores pone luz y música a la adoración del recién Nacido: el Ángel que les anuncia el suceso de la llegada del Mesías, es decir la buena noticia, el Evangelio, desencadena la alabanza del ejército celestial: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él! ¿O «a los hombres de buena voluntad»? Literalmente son posibles las dos traducciones de la palabra griega eulogía. Cierto es que no se puede percibir la paz de Dios que nos ama, si no tenemos buena disposición para recibirla.
Los pastores «contaron lo que habían oído decir sobre
este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados…» (Lc 2, 17-18).
Ellos fueron los primerísimos evangelizadores. Fe intensa, que expresa una
espontánea y sincera convicción, y humildad; y que son la exigencia de todo
proceso de Evangelización. También, en la sociedad agitada y distraída de hoy,
puede suscitar admiración; la de algunos, por lo menos.
Cuarto Misterio: La Presentación del Niño Jesús en el
Templo, y la Purificación de María Santísima
La meditación de este Misterio se apoya en el texto de
Lucas 2, 22-40. La presentación equivale, según el Evangelista, al cumplimiento
de consagración a Dios de todo hijo primogénito: «Conságrame –dijo Dios a
Moisés- a todos los primogénitos. Porque las primicias del seno materno entre
los israelitas, sean hombres o animales, me pertenecen» (Éx 13, 2). Era la
respuesta agradecida del pueblo de Dios a la décima plaga que hirió a Egipto,
la muerte de los primogénitos, que permitió a los israelitas salir de allá (cf.
Éx 12, 29-30). San José llevó las dos palomitas, ofrenda de los pobres (Lc 2,
24). En ese episodio, salen al encuentro del Mesías – Niño, el anciano Simeón y
la profetisa Ana. El primero tomó a Jesús en sus brazos, y cantó su alabanza a
Dios: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has
prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste a todos los
pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo
Israel». Es el Nunc dimittis, que diariamente se reza en el Oficio de
Completas, la última oración de la Liturgia de las Horas. Simeón profetizó,
también, que Jesús sería «signo de contradicción»; y dijo a la Madre «una
espada te atravesará el corazón». Ana, por su parte, daba gracias a Dios, y
«hablaba acerca del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén».
Es interesante señalar –lo que no se evidencia en las
traducciones- que la presentación del Niño en Jerusalén ocurrió cuando llegó el
día fijado por la Ley de Moisés para la purificación de ellos. ¿De quiénes?
Era, sin duda, la purificación de la madre, que tenía lugar cuarenta días
después del nacimiento de los hijos varones, según se expresaba entre las
prescripciones acerca de «lo puro y lo impuro». No se referían estas leyes a
cualidades morales, sino a misteriosos estados, prácticas ancestrales que,
según se consideraba, permitían o impedían acercarse a Dios, y rendirle culto.
Sobre la purificación de la madre se lee en Levítico 12, 1-4: «Cuando una mujer
quede embarazada y dé a luz un varón, será impura durante siete días, como lo
es en el tiempo de su menstruación. Al octavo día será circuncidado el prepucio
del niño, pero ella deberá continuar purificándose de su sangre durante treinta
y tres días más. No tocará ningún objeto consagrado ni irá al Santuario antes
de concluir el tiempo de su purificación». Jesús fue circuncidado al octavo
día, e incorporado así a la comunidad de Israel.
Meditemos sobre la humildad del Santo de los santos, y de la Purísima, al someterse a estas prescripciones. Al hacerlo, muestran cómo la Ley Nueva se enraíza en la Antigua, y al mismo tiempo la declaran abolida; ellos son el origen del Nuevo Israel, que es la Iglesia.
Cuarenta días después de Navidad, la liturgia de la
Iglesia celebra la hermosa fiesta de la Presentación; la tradicional fiesta de
La Candelaria.
Quinto Misterio: La pérdida y el hallazgo del Niño
Jesús en el Templo
Jesús creció participando de la serena vida familiar
en Nazaret; allí, según las leyes del desarrollo humano, se hizo hombre.
Podemos pensar que recibió y asumió numerosos valores de la cultura judía
contemporánea. Debemos acostumbrarnos a apreciar la plena humanidad del Señor,
lo cual no causa absolutamente detrimento alguno a la perfección de su Persona
divina. Estos elementos explican la relación del Niño Jesús con sus padres;
porque José fue su padre, es decir, hizo las veces de padre, y como tal debió
influir notablemente en el desarrollo de su humanidad. El Misterio del Rosario,
que ahora comento, ha de entenderse en función del Misterio de Jesús, verdadero
Dios y verdadero Hombre.
Cada año, la Sagrada Familia cumplía en Jerusalén con
la celebración pascual, como todos los judíos devotos. ¡Un gran misterio! La
peregrinación de los 12 años tuvo un significado especial; San Lucas deja
entreverlo en su relato. Diríamos, hablando popularmente, y con todo respeto,
que el Niño era ya un hombrecito. En Lc 2, 52 se menciona el crecimiento
integral de Jesús. La peregrinación era un acto cultual de Israel, se iba en
grupo, en caravana, iban parientes y conocidos (cf. Lc 2, 44). Imaginemos la
angustia, el dolor de María y José, al advertir que Jesús no estaba entre
ellos; tres días después lo encontraron en el Templo, sentado (así dice el
texto griego), y alternando con los doctores de la Ley, que lo escuchaban
asombrados. Mayor asombro fue el de los padres que, de ese modo, se iban asomando
al Misterio de Cristo. La Virgen se atreve a recriminarle la conducta,
descubriéndole los sentimientos de dolor que la embargaron a Ella, y a José;
sus sentidos y potencias de sus almas estuvieron en suspenso, como paralizados
en los tres días de ausencia y de búsqueda. Llama la atención el terrible
contraste de la queja y la respuesta: Tu padre y yo te buscábamos… Yo debo
estar en las cosas de miPadre. ¿Cómo habrá sentido San José ese contraste?
Notar, asimismo, lo que apunta el Evangelista: ellos no entendieron qué les
quiso decir.
Nos detenemos, entonces, al contemplar este Misterio del Rosario a participar, de algún modo, en el conocimiento y el desconocimiento de María y José; y les pedimos a ellos que nos ayuden a comprender a Jesús, y que intercedan por nosotros para que nuestra fe sea cada vez más profunda, esa fe que versa sobre lo que no se ve.
La última observación es que, de regreso en Nazaret,
Jesús vivía sujeto a ellos; el verbo utilizado en el original griego (Lc 2, 51)
comienza con el prefijo hypó, que significa debajo, es decir, bajo la autoridad
de ellos. Buen asunto este para que reflexionen los adolescentes de hoy; que
suelen agrandarse prematuramente.
Misterios Luminosos
Primer Misterio: El Bautismo de Jesús en el Río Jordán
Con el Bautismo que Jesús recibe de Juan el Bautista,
se inicia su vida pública, el misterioso cumplimiento de la misión que el Padre
le ha encomendado. Este acontecimiento la vincula con el movimiento que ha
iniciado Juan; el cual significa que Dios no ha abandonado a su pueblo,
nuevamente había surgido en éste un profeta. En el Evangelio de San Marcos se
describe su tarea: «Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén
acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus
pecados» (Mc 1, 5). Esta afirmación tiene gran importancia: la admisión
personal de los pecados, aunque con un carácter más bien convencional, era
conocida y apreciada en la práctica religiosa del judaísmo, pero esa marcha
para hundirse en las aguas del Jordán incluía el propósito de un cambio radical
de conducta, para llevar una vida nueva. El símbolo era por demás elocuente:
sumergirse en el agua representaba la destrucción de lo viejo, como había
ocurrido en el diluvio; equivalía a la muerte. Salir del agua podía significar
una resurrección, una vuelta a la vida. Estos elementos serán asumidos y
desarrollados por la teología cristiana del Bautismo; entre uno y otro régimen
está el Bautismo de Jesús, y su referencia a la muerte en la Cruz y la
Resurrección.
Jesús se pone en la fila de los pecadores. Juan, al
reconocerlo, rehúsa bautizarlo: debería ocurrir al revés. Pero, finalmente, al
cabo de la discusión, lo decide la respuesta enigmática de Jesús: «Deja ahora,
porque conviene que de este modo cumplamos toda justicia» (Mt 3, 14s.). Jesús
considera ese rito como expresión de su obediencia a la voluntad del Padre, que
le encomienda «quitar el pecado del mundo». Para cumplir con esa justicia total
que se encuentra en la voluntad de Dios, el Verbo hecho carne, el hombre
Jesucristo, carga sobre sus espaldas con los pecados de los pecadores de todos
los tiempos. El Bautismo es una especie de profecía y anticipo del Misterio
Pascual, de la muerte en cruz y la resurrección. Este segundo aspecto, la
resurrección, se manifiesta en la apertura de los cielos al salir Jesús del
agua; entonces «vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse
hacia él» (Mt 3, 16). Al mismo tiempo, la voz del cielo proclama: «Este es mi
Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección» (ib. 17). Los otros
dos Evangelios sinópticos coinciden en el relato (Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22). El
Cuarto Evangelio no ofrece una descripción del Bautismo, pero atestigua que
según el Bautista, Jesús es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Y que el mismo Juan vio al Espíritu «descender y permanecer sobre él»; por eso
proclama «Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios» (Jn 1,
19-34). Según la tradición evangélica, este episodio es una teofanía, una
manifestación de la Trinidad. En la teología y la iconografía orientales, el
Bautismo del Señor es llamado Epifanía. En Occidente llamamos Epifanía a la
adoración de los magos (la fiesta litúrgica del 6 de enero). El Tiempo de
Navidad se extiende, iniciado ya el Tiempo litúrgico llamado Ordinario, hasta
la Fiesta del Bautismo del Señor, el 2 de Febrero.
Al contemplar este Misterio Luminoso, hemos de meditar
la vinculación esencial entre el Bautismo del Señor, profecía y anticipo de su
Pascua, y el Bautismo cristiano, el que hemos recibido, y hacerlo como una
profesión de fe; con gratitud, esperanza y alegría.
Segundo Misterio: Las bodas de Caná
Solamente el Cuarto Evangelio nos trasmite el primer
signo de Jesús; a éste seguirán otros seis (el número 7 en la simbología bíblica
significa la perfección, la totalidad). Los signos son obras milagrosas, que
muestran el poder divino del Señor, pero deben ser acogidos en la fe. Al final
del relato del milagro de convertir el agua en vino, se dice en el Evangelio:
«Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así
manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2, 11).
Al festejo de aquel casamiento, María, Jesús, y sus
discípulos, fueron invitados. Estas celebraciones duraban varios días, y se
comía y bebía en abundancia. Es la Virgen Santísima quien advierte la
necesidad, que de no ser remediada haría fracasar la gozosa reunión. Conociendo
a su Hijo, sabiendo de su poder, discretamente le dijo: «No tienen vino» (Jn 2,
3). Tomemos en cuenta este rasgo: Ella, que es nuestra Madre, se da cuenta de
nuestras carencias; cuando recurrimos a su intercesión, ya está dispuesta a
socorrernos. Comprender esto debe animar nuestra confianza; aunque no sea
preciso, estamos inclinados a hablar mucho, a repetir nuestra súplica, algo así
como tirarle del manto. Una oración tradicional reza: «Acuérdate («Acordaos»,
así se llama esta preciosa invocación), piadosísima Virgen María, que jamás se
oyó decir que cuantos han recurrido a tu auxilio… haya sido abandonado». Y
continúa: «Animado por esta confianza, a ti recurro, me pongo en tu presencia
gimiendo, yo pecador; Madre del Verbo, no desprecies mis palabras…» Esta
piadosa digresión está justificada por el sencillo pero elocuente rasgo de la
advertencia maternal de María en el relato de Caná.
Jesús comprendió qué tipo de intervención le requería
discretamente su Madre. Ellos eran invitados; no era asunto de ellos resolver
la falta. Pero el Señor expresa la verdadera razón que tiene para no
intervenir: «Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). ¿Qué hora? Jesús no
llama a María, Madre, o Mamá; le dice Mujer (gýnai, en el original griego).
Otra vez se dirigiría a Ella con la misma expresión: desde la Cruz, al
entregarle como hijo al discípulo que era su predilecto: «Mujer (gýnai), ahí
tienes a tu hijo». Entonces sí había llegado su «hora». Las bodas de Caná nos
remiten al Calvario, cuando por el sacrificio de Jesús se establecen las bodas
definitivas entre Dios y su pueblo, su nuevo pueblo, la Iglesia.
El aparente rechazo no desanima a María, que conoce
bien a Jesús; entonces ordena a los sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga»
(Jn 2, 5). Él les encarga llenar de agua las tinajas usadas para las ya
inservibles abluciones judías; en ellas acercarán al encargado del banquete
unos 520 litros (así se calcula) del más exquisito vino que se podría servir.
Es la sobreabundancia de la Nueva Alianza. Ese vino nuevo puede hacernos pensar
en la Sangre preciosa de Cristo, derramada en la cruz, y entregada a los nuevos
comensales de las bodas en la Eucaristía… ¡La autorrevelación de Jesús, y de su
gloria, que nos viene al encuentro! Como puede observarse en el relato, el rol
de la Virgen Madre es esencial.
Al rezar este segundo Misterio Luminoso unámonos a
Ella; para que nos haga dignos de vivir la unión nupcial que nos religa a
Cristo, y que es un anticipo de la «hora» definitiva, del encuentro festivo del
Cielo.
Tercer Misterio: La predicación de Jesús
En el Evangelio de Marcos (1, 14s.) leemos: Después
que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena
Noticia de Dios, diciendo: «El tiempo se ha cumplido, y el Reino de Dios está
cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia». En este comienzo se remarca
la continuidad con la misión de Juan. Pero ahora el tiempo se ha cumplido, ha
llegado la hora; Dios ofrece su misericordiosa salvación, pero para recibirla
efectivamente, es necesaria una decisión, un cambio de conducta. La enseñanza
de Jesús va dirigida a exponer el nuevo modo de vida. Por lo tanto, la palabra
de Jesús abarca dos dimensiones: es proclamación de un mensaje, el kérygma,
destinado a conmover al oyente con fuerza profética; pero es también enseñanza,
trasmisión de una doctrina, didajé, que ilumina el camino de la vida.
Podemos pensar en dos núcleos temáticos: el Sermón de
la Montaña, y el Discurso de Parábolas. El anuncio, el kérygma, es la cercanía
del Reino de Dios, su soberanía, el cumplimiento de la aspiración de todos los
hombres, que se reflejaba en el intento de las diversas religiones. Ese
acercamiento de Dios al hombre se verifica en Cristo. Los Apóstoles de Jesús, y
luego la predicación de la Iglesia primitiva, han mostrado el Reino realizado
en Cristo, y en la unión de los creyentes con Él. Aún hoy día sigue resonando
ese kérygma, para llamar al mundo actual a la conversión.
San Mateo nos ofrece, en los capítulos 5, 6 y 7, el
contenido de esa enseñanza de Jesús que, con razón, llamamos Sermón de la
Montaña, porque «al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus
discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra (el texto griego dice
literalmente: abriendo su boca), y comenzó a enséñales, diciendo…» (Mt 5, 1-2).
Este proemio reviste una especial solemnidad, con la que se anuncia la
importancia del desarrollo doctrinal que se expone a continuación: como un
nuevo Moisés, con una autoridad superior a la del mediador de la Antigua
Alianza, Jesús propone la actitud que corresponde para participar de la Nueva.
«Ustedes han oído que se dijo a los antepasados… pero yo les digo…» El Sermón
de la Montaña se sintetiza en este mandato: «Sean perfectos como es perfecto el
Padre que está en el cielo» (Mt 5, 48). Se abre con la proclamación de las
Bienaventuranzas; ¿quiénes pueden ser considerados felices? En el primer tomo de
su obra «Jesús de Nazaret», Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, explica: «Las
Bienaventuranzas son promesas en las cuales resplandece la nueva imagen del
mundo y del hombre que Jesús inaugura, el cambio absoluto de los valores, que
se dan vuelta de pies a cabeza». Estos hacen presente ahora lo que se realizará
totalmente en el tiempo final, más allá de la muerte, y de todas las
limitaciones.
El núcleo de la predicación de Jesús se encuentra en
las parábolas; éstas se caracterizan por su claridad, su frescura; al leerlas
podemos pensar que estamos escuchando a Jesús; sin embargo, debemos esforzarnos
siempre de nuevo para intentar comprenderlas, esfuerzo que ha sido necesario a
cada generación cristiana en la historia de la Iglesia.
En suma, al contemplar este tercer Misterio Luminoso,
nos detenemos a mirar a Jesús que nos enseña, que en la actualidad nos trasmite
su Evangelio; la memoria, el recuerdo, nos hace oír su voz.
Cuarto Misterio: La Transfiguración del Señor
Según los Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos,
Lucas), el episodio de la Transfiguración ocurrió seis días después de la
confesión de Pedro, que había reconocido a Jesús como el Mesías, «Hijo de Dios
vivo». Los dos acontecimientos, pues, son una manifestación de la divinidad del
Señor. Los biblistas coinciden en que la Transfiguración sucedió cuando Israel
celebraba la fiesta litúrgica de los Tabernáculos, las Cabañas, o Chozas, que
recordaba la «habitación» del pueblo en el desierto, a la salida de Egipto. No
falta quien prefiera vincular la Transfiguración con la subida de Moisés al
monte Sinaí, para estipular la Alianza entre el pueblo y Dios (Ex 24, 16).
Jesús llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y subió con ellos a una montaña
elevada (Mc 9, 2). Recordemos el papel que tienen los montes en la Biblia, y
por tanto también en la vida de Jesús; en la montaña Dios parece más cerca, y
para encontrarse el hombre con él, debe subir, física y sobre todo
espiritualmente. Allí Jesús se transfiguró en presencia de los discípulos;
cambió de aspecto su rostro, y su vestimenta: la luz era tan intensa que a todo
lo hacía blanco; del modo como, en el futuro final de los creyentes, las
vestiduras blancas (porque fueron lavadas en la Sangre del Cordero) expresarán
que entonces son creaturas celestiales, como se lee en el capítulo 7 del
Apocalipsis.
Además, el relato de la Transfiguración hace notar que
aparecen Moisés (la Ley), y Elías (los Profetas) hablando con Jesús; según Lc
9, 31, hablaban del éxodo o partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.
Hablaban de la Cruz, por la cual el Señor atravesaría el Mar Rojo de la pasión,
para entrar en la gloria. Los discípulos que acompañaban a Jesús estaban
paralizados de espanto, y Pedro, sin saber muy bien lo que decía, propuso hacer
allí tres carpas (sukkot, en hebreo), como las que dieron habitación a los
hebreos que esperaban la revelación de Dios. Deseaba prolongar para siempre ese
momento, como sería cuando el Señor presentaría su carpa entre nosotros, como
un peregrino que ha traído la salvación. «El Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros» (Jn 1, 14: el texto griego original dice eskēnōsen. Literalmente,
puso su skēnē, su carpa, su sukkot). Uno de los Padres de la Iglesia, San
Gregorio de Nisa, ha referido a la Fiesta de los Tabernáculos el Misterio de la
Encarnación: «La verdadera fiesta de la construcción de las Cabañas, en
realidad no había sucedido aún. Por eso, de acuerdo con la palabra profética
(cf. Sal 118, 27), Dios, el Señor del universo se ha revelado a nosotros, para
cumplir la reconstrucción de la cabaña destruida de la naturaleza humana».
Al desgranar la decena de Avemarías, podemos repasar
sin prisa los misterios que descubre la Transfiguración del Señor.
Quinto Misterio: La institución de la Santísima
Eucaristía
En los Evangelios de Mateo (26, 26-29), Marcos (14,
22-25), y Lucas (22, 19-20) se relata la institución eucarística. Solamente
Lucas afirma que la Última Cena del Señor fue una comida pascual, e integra las
palabras que Jesús pronunció sobre el pan y sobre la copa, al desarrollo de una
comida con sus pasos rituales (Lc 22, 14-20). La exégesis actual no se contenta
con seguir lo que ha trasmitido la tradición; y sugiere que Jesús anticipó con
su Última Cena el rito pascual. La pascua debería cumplirse cuando el Cordero
de Dios fuera inmolado, a la hora en que eran sacrificados en el templo los
corderos para el cumplimiento de la comida pascual de los judíos. No es
razonable que en esta contemplación del Rosario entremos en la discusión acerca
de la fecha; si la Última Cena se cumplió el martes, el miércoles o el jueves
de ésa, que continúa siendo nuestra Semana Santa.
Detengámonos sí en los gestos y palabras de Jesús.
Tomó el pan en sus manos, lo partió (así debía hacer el dueño de casa, el padre
de familia), y al darlo a sus discípulos lo identificó con su Cuerpo entregado
por nosotros; es decir: el rito eucarístico (la berajá, la acción de gracias)
que es entonces instituido contiene el Cuerpo del Señor, entregado a la muerte
en la Cruz para ser fuente de salvación. De la Copa hizo la Nueva Alianza
sellada con su Sangre. Además ordenó que en conmemoración suya los discípulos
repitieran lo que Él acababa de hacer. La Iglesia lo comprendió rápidamente, y,
de inmediato, comenzó a realizarlo. Cualesquiera sean los ritos litúrgicos que
se fueron constituyendo en la historia eclesial, el centro de la realización es
el cumplimiento del mandatum del Señor. En aquella comida de Jesús con sus
discípulos se instituyó la Misa, en la cual de un modo real y verdadero, Jesús
se hace presente, en la sustancia de su Cuerpo y su Sangre; su santísima
humanidad, y su Persona Divina, están ocultos bajo las especies o accidentes
del pan y del vino. Ocurre en la Misa lo que ocurrió en la Última Cena, una
transustanciación; un cambio de la realidad del pan y del vino, que dejan de
existir, en la realidad del Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo. Es
el poder del Espíritu Santo el que se ejerce en ese momento sublime; la
Eucaristía, en su realizarse, es un acontecimiento trinitario.
Como lo enseña y lo practica la Iglesia, la presencia
eucarística puede ser conservada para su Adoración. Los fieles católicos
conocen muy bien el valor de orar ante el Sagrario. Lo que muchos no comprenden
bien es que la Santa Misa (que hoy, en general, se prefiere llamar «celebración
eucarística») debe caracterizarse por su exactitud, solemnidad y belleza.
Desgraciadamente, se han impuesto la invención subjetiva, la banalización y el
mal gusto, y esta tragedia es difícil de remediar; porque quienes deberían
hacerlo carecen de la ciencia litúrgica requerida, y de la profundidad
espiritual que equivale a una fe eucarística suficiente.
Ya que esta contemplación se verifica en el rezo del
Rosario de María, podemos recordar que ha sido Ella quien por la acción del
Espíritu Santo formó el Cuerpo y la Sangre de Cristo; Ella está más cerca que
nadie de la presencia eucarística del Señor.
Misterios Dolorosos
Primer Misterio: La oración de Jesús en el Monte de
los Olivos
La Última Cena del Señor con sus discípulos se
prolonga en el rezo de los Salmos, según estaba prescrito. En esta observancia
ritual se expresa la fidelidad del Señor a la Alianza sellada por Moisés, pero
también la novedad: Cristo es la Nueva Alianza; al rezar los Salmos, Él los
cumple y actualiza en su persona, Cabeza de la Iglesia, y en ésta, que es su
Cuerpo.
Los cuatro Evangelios registran el acontecimiento de
esa noche: la oración de Jesús, y su dolorosa aceptación de la voluntad del
Padre. San Juan apunta que al otro lado del torrente Cedrón había un jardín. El
huerto se llamaba Getsemaní porque allí se elaboraba el aceite, exprimiendo las
aceitunas. La mención del jardín hace pensar en el Paraíso; y la molienda del
fruto del olivo en el pecado original y la pena que le siguió. Es ese uno de
los lugares sagrados, donde ya en los primeros años de veneración de la Pasión
se erigió una Iglesia. Allí se concretó la traición de Judas, y la captura del
Señor, llevado al juicio, y a la Cruz.
Nuestra meditación debe detenerse en la oración de Jesús,
que lucha para someterse a la voluntad del Padre, y recomienda a los discípulos
que lo acompañan: «Oren para no caer en la tentación»; palabras que han valido
siempre para los cristianos, y que van dirigidas hoy también a nosotros. La
tentación consiste en eludir la Cruz, y pretender llegar al «éxito» sin ella.
Los relatos evangélicos refieren que Jesús retiene junto a sí a los tres
discípulos más cercanos, Pedro, Santiago y Juan; y reza de rodillas, según
Lucas, o postrado rostro en tierra, según los otros dos testimonios.
Experimenta el miedo ante el poder de la muerte, un espanto que según Lc 22, 44
lo hace sudar sangre; la conmoción total de su ser ante la percepción del mal,
que Él ve con absoluta claridad: el mundo gobernado por el pecado; su voluntad
humana debe plegarse a la voluntad del Padre, a través de la obediencia. Jesús
invoca al Padre con la afectuosa apelación filial Abbá. La voluntad humana del
Señor, el Verbo hecho hombre, entra, se integra, a la voluntad eterna del Hijo,
de modo que la Pasión resulta un drama trinitario.
La Carta a los Hebreos recoge otra tradición sobre la
oración en el huerto; dice: «En los días de su vida terrena, ofreció plegarias
y súplicas, con fuertes gritos y lágrimas, a Dios, que podía salvarlo de la
muerte, y por su pleno abandono a Él, fue escuchado» (Heb 5, 7). Así se ha
ejercido el sumo sacerdocio de Jesús, porque el Padre aceptó su sacrificio,
ofrecido en obediencia, para llevar a la humanidad en su autodonación a Dios.
Fue escuchado; San Lucas escribió que vino un ángel del cielo y lo confortaba
(Lc 22, 43). De este modo se expresa la complacencia del Padre, que aceptó su
sacrificio, y con la Resurrección lo constituyó Señor de la vida para los
hombres de todos los tiempos.
¿Cómo habrá vivido la Virgen Santísima esos últimos
días de su Hijo? Ella estuvo al pie de la Cruz en el momento decisivo. Su
expectativa, en los días finales de la vida temporal del fruto de su seno,
habrá estado dirigida al Calvario, donde se consumó el Misterio de la
Encarnación; que alcanzó su télos, su fin, como el mismo Jesús lo expresó en su
palabra final desde la Cruz: tetelestai, «todo se ha cumplido» (Jn 19, 30).
Segundo Misterio: La flagelación
Los textos evangélicos, especialmente Juan (18, 28 a
19, 22), muestran el desconcierto de Pilato, el gobernador romano, que intentó
salvar a Jesús, de cuya inocencia estaba convencido. Era un escéptico («¿qué es
la verdad?», preguntó), y cuidaba su puesto. Los jefes judíos lo chantajearon:
lo sindicaron como oponiéndose al César si liberaba a alguien que se decía Rey.
Consideraba que las acusaciones contra Jesús eran falsas, o que eran un asunto
a resolver entre judíos; Pilato solo debía cuidar que no hubiera motines contra
Roma. Su intento de negociación con los sumos sacerdotes y escribas plantea una
peligrosa alternativa. Según la costumbre, en la Pascua se liberaba a un
prisionero; el prefecto propuso entonces liberar a Jesús, cuando había un preso
célebre, Barrabás (nombre que significa «hijo del padre», guerrillero y
homicida), pero fracasó en su propósito. Apunto dos detalles de interés.
Mientras Pilato estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: «No te
mezcles en el asunto de ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que
me hizo sufrir mucho» (Mt 27, 19). Sabía Pilato que los dirigentes judíos
habían entregado a Jesús por envidia (Mt 27, 18). Advirtió que su estrategia no
daba resultado, y que originaba un tumulto; entonces se lavó las manos delante
de la multitud: «Yo soy inocente de esta sangre, es asunto de ustedes». Siguen
palabras terribles, que han dado mucho que hablar cuando se trata del papel
histórico del pueblo judío: «Todo el pueblo respondió: ‘Que su sangre caiga
sobre nosotros y sobre nuestros hijos’ (Mt 27, 25). El caso de Pilato, su
actitud, resultaron proverbiales; todos sabemos qué significa «lavarse las
manos».
Pilato consideraba inocente a Jesús; sin embargo, lo
hizo azotar (Jn 19, 1). Era éste un castigo que acompañaba, según el derecho
penal romano, a la condena a muerte. Con todo, el prefecto podía recurrir de
acuerdo con el poder de policía que detentaba, a este terrible tormento durante
el interrogatorio. El azote tenía en su extremo elementos cortantes, que
desgarraban la carne del torturado.
Este procedimiento, con diversos instrumentos de
tortura, ha sido frecuentemente empleado; y lo es, todavía, de forma
repudiable, con el propósito de arrancar información o delaciones de ciertos
detenidos, en contextos bélicos, o de guerrillas. «¿No hay nada nuevo bajo el
sol!», dice el refrán; tomado del libro del Eclesiastés 1, 9.
Al meditar este Misterio, acompañemos a la Virgen
Santísima, que seguía espiritualmente los pasos de la Pasión de su Hijo.
Tercer Misterio: La coronación de espinas
En su relato de la Pasión, Mateo, Marcos y Juan
mencionan otra tortura: la coronación de espinas. La escena reproduce la
irrisión que hicieron de Jesús los soldados del gobernador (Mt 27, 27-31; Mc
15, 16-20; Jn 19, 2-3): lo despojaron de sus vestiduras, le pusieron un manto
rojo para burlarse de Él, que había afirmado ser rey; la corona de espinas era
también una burla de su majestad, lo mismo que la caña, que hacía las veces de
cetro. Además, los soldados se repartieron los vestidos, y sortearon la túnica,
detalle en el cual se cumplió la profecía del Salmo 22 (21), 19.
El escenario se animaba porque esa bruta soldadesca lo
afrentaba; remedando veneración, lo golpeaban, y escupían. Esa humillación la
ejercían gozosos, manifestando su desprecio al indefenso, que había caído en
sus manos. Benedicto XVI propone que quizá descargaban sobre Él, de modo
sustituto, su rabia contra los superiores. Jesús es como el «chivo emisario»;
descargan en Él lo que desean alejar del mundo. En estas escenas se cumplen las
profecías; en los relatos de la Pasión se lee como trasfondo el cuarto Cántico
del Servidor del Señor, Isaías 52, 13 – 53, 12: «Sin forma ni hermosura que
atrajera nuestras miradas; sin un aspecto que pudiera agradarnos; despreciado,
desechado por los hombres, abrumado de dolores, y habituado al sufrimiento,
como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado que lo tuvimos por
nada». Ese padecer, su humillación, tuvo por fruto la salvación de los hombres:
«Él fue traspasado por nuestras rebeldías, y triturado por nuestras
iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre Él, y por sus heridas
fuimos sanados» (cf. 1 Pe 2, 22-24).
Así desfigurado, Pilato lo presenta a la multitud:
Ecce homo. La pintura de todos los tiempos, obras de eximios artistas, ha
ilustrado esta escena en la que en Jesús aparece el ser humano como tal: «Ahí
tienen al hombre»; en Él se refleja la inhumanidad del poder humano, el pecado
de desmesura, la hýbris, presente en todas las culturas, y en todos los
tiempos. El gobernador consideraba que ante semejante espectáculo el pueblo se
estremecería, pero ocurrió todo lo contrario: ¡Crucifícalo! (Mt 27, 22-23; Mc
15, 14). La objetividad del derecho romano, y su ideal de justicia, son
desechados por los dirigentes judíos, que movilizan a la muchedumbre para que
se pliegue a sus designios. Al rezar este Misterio profesemos nuestra fe en
Cristo, Rey del Universo.
Cuarto Misterio: El camino hacia el Calvario con la
cruz
El arte occidental, durante siglos, representó la
escena de la marcha hacia el Calvario; la Cruz cargada sobre los hombros de
Jesús. Sin embargo, la investigación histórica nos hace saber que los hechos se
desarrollaron diversamente. El poste de la Cruz se hallaba erigido en el lugar
de la ejecución; el condenado solo cargaba con el travesaño. Según los
Evangelios (Mt 27, 32; Mc 15, 21; Lc 23, 26) aparece en este momento la figura
del Cireneo. Es el de Marcos el que proporciona la noticia más precisa:
obligaron a Simón, padre de Alejandro y de Rufo, que volvía del campo, para que
llevara la Cruz (el travesaño, según he dicho), detrás de Jesús. Éste tenía los
hombros destrozados por la flagelación; lo que le impedía cargar el madero. Se
nombra a sus hijos porque probablemente eran miembros de una comunidad
cristiana, y conocidos por los lectores de Marcos.
San Lucas, por su parte, afirma que mucha gente seguía
a Jesús; y mujeres lloraban y se lamentaban por Él. Dirigiéndose a ellas, el
Señor las exhorta a prepararse para lo que tendrán que vivir; es una profecía
sobre los días aciagos que aguardan al pueblo que rechazó al Mesías: «Hijas de
Jerusalén, no lloren por mí, lloren más bien por ustedes y por sus hijos.
Porque vendrán días en los que se dirá: Dichosas las estériles, los vientres
que no concibieron, y los pechos que no amamantaron. Entonces dirán a las
montañas: caigan sobre nosotros, y a las colinas: cúbrannos; porque si hacen
esto con el árbol verde, ¿qué no harán con el seco?». El año 70 de nuestra era,
los ejércitos romanos entraron a Jerusalén, destruyeron el templo, «gloria de
Israel», y sometieron el país. Se cumplió, así, la palabra profética que Jesús
dirigió a las mujeres.
La devoción del Via crucis (habría que decir la Via
crucis) invita a contemplar más ampliamente la marcha hacia el Calvario. Las
diversas «estaciones» fueron aportadas por la tradición; y, entre ellas, la
cuarta es el encuentro de María con su Hijo, que se dirige a la muerte. Esta
escena debe responder, ciertamente, a un momento histórico; ya que, como
sabemos por el Evangelio de Juan, María estuvo al pie de la Cruz. Es razonable
pensar, por lo tanto, que en su camino haya topado con el cortejo que conducía
al Señor al Gólgota, el sitio de la Calavera.
Me parece oportuna la referencia a dos textos: el
primero, indicado para rezar de rodillas ante el Crucifijo, es el soneto
anónimo a Cristo crucificado, que es una obra maestra de la poesía mística
española del siglo XVI:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el Cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en esa Cruz y escarnecido.
Muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que si no hubiera Cielo yo te amara,
y si no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
que si lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera
El segundo texto es la extensa secuencia Stabat Mater, prevista para la fiesta de Nuestra Señora de los Dolores; y para usar en el tiempo de Cuaresma. La referencia evangélica es la noticia que aporta San Juan (19, 25 ss.) La modesta traducción del original latino es mía:
Estaba la Madre Dolorosa, llorando junto a la Cruz en la que su Hijo pendía.
Su alma hecha gemido, tristeza y dolor, fue atravesada por la espada que le anunció Simeón.
¡Qué triste y afligida estuvo allí la bendita Madre del Unigénito!
¿Qué hombre habrá que no llore si contempla a la Madre de Cristo en semejante suplicio?
¿Quién no habrá de entristecerse al contemplar a la Madre de Cristo doliéndose con su Hijo?
Vio a Jesús sometido a tormentos y flagelos por los pecados de su pueblo
Vio a su dulce Hijo muriéndose desolado al exhalar el espíritu.
Madre, fuente de amor, haz que sienta tu dolor para que llore contigo.
Arda mi corazón de amor a Cristo Dios, para que en todo le agrade.
Madre Santa, graba fuerte en mi corazón las llagas del Crucificado.
Comparte conmigo las penas que tu Hijo se dignó sufrir por mí.
Haz que llore piadosamente contigo, que me duela con el Crucificado mientras dure mi vida.
Estar junto a la Cruz contigo y asociarme a tu llanto: eso es lo que deseo.
Preclara Virgen de vírgenes, no seas amarga conmigo, haz que llore contigo.
Haz que cargue con la muerte de Cristo, participe de su Pasión, y que venere sus llagas.
Haz que me hieran esas llagas, y que me embriaguen la Cruz y la Sangre de Cristo.
Defiéndeme el día del juicio, para que no me quemen las llamas.
Cristo, cuando deba partir de este mundo, concédeme por tu Madre la palma de la victoria.
Cuando este cuerpo muera, haz que mi alma reciba la gloria del Paraíso.
Virgen dolorosísima, ruega por nosotros
Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de
Cristo.
Oremos: Interceda en favor nuestro, Señor Jesucristo, ahora y en la hora de nuestra muerte, ante tu clemencia, tu Madre, la Santísima Virgen María. Te lo pedimos a Ti, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Este bellísimo poema (suena muy bien cantado en latín)
es una obra típicamente medieval; y está impregnado de una cultura muy diversa
de la nuestra. Brota de una contemplación de los relatos evangélicos de la
Pasión del Señor. Pienso que nosotros podemos adaptarlo al modo en que,
actualmente, expresamos los mismos sentimientos, la misma fe.
Quinto Misterio: La crucifixión y muerte de nuestro
Divino Redentor
La muerte de Jesús en la Cruz y su resurrección, al
tercer día, constituyen el núcleo central de la fe cristiana. San Lucas
presenta concisamente el primer elemento señalado: «Cuando llegaron al lugar
llamado ‘del Cráneo’, lo crucificaron junto con dos malhechores, uno a su
derecha y otro a su izquierda. Jesús decía: ‘Padre, perdónalos porque no saben
lo que hacen’ » (Lc 23, 33-34). El pueblo miraba en silencio, pero los jefes se
burlaban: «Ha salvado a otros, ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de
Dios, el Elegido!» (Lc 23, 35). Los soldados, asimismo, se plegaban al mismo
planteo: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!» (Lc 23, 37).
Pilato hizo poner sobre la Cruz un letrero, escrito en hebreo, latín y griego:
«Jesús el Nazareno, rey de los judíos»; lo que fastidió enormemente a los
dirigentes judíos que, sin lograrlo, pretendían fuese quitado (cf. Jn 19,
19-22). La inscripción es el INRI de nuestros crucifijos.
Según el relato de Lucas, uno de los malhechores lo
insultaba, mientras que el otro, al que la tradición llama «el Buen Ladrón»,
increpaba a su compañero, y dirigiéndose a Jesús, pronunció esa preciosa
oración que nosotros podemos asumir como confesión y súplica: «Jesús, acuérdate
de mí cuando vengas a establecer tu reino». La respuesta del Señor le asegura
la inmediata participación en los bienes del Reino: «Hoyestarás conmigo en el
Paraíso».
Las palabras finales de Jesús varían según las
reportan los evangelistas; según Mateo, es un grito, el comienzo del Salmo 22
(21): «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Marcos coincide; los
que oyen creen que Jesús estaba llamando a Elías, porque en hebreo el Salmo
comienza Elí, Elí. Según Lucas fue un grito: «Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu»; y Juan anota: «Todo se ha cumplido». El cuarto Evangelio nos
trasmite datos que él solo ha registrado. Junto a la Cruz estaban su Madre, y
el discípulo amado; entonces Jesús proclama la mutua entrega, y como en las
Bodas de Caná llama a María, gýnai, Mujer; es entonces cuando «la Hora» ha
llegado, y se establecen las bodas entre Dios y la humanidad redimida. Los
Evangelios sinópticos hablan de una conmoción cósmica al momento de la muerte
de Jesús; y el paso del Antiguo al Nuevo Testamento, expresado en el velo del
templo, rasgado de arriba abajo. Son las tres de la tarde, la hora en que se
mata a los corderos que servirán a los judíos para la comida pascual. A esa
Hora muere el verdadero Cordero, que quita el pecado del mundo. Otra noticia
propia de Juan: a los crucificados les quebraban las piernas para impedirles
que, apoyándose, pudieran seguir respirando. Pero a Jesús, que ya había muerto,
uno de los soldados le atravesó el costado con su lanza, haciendo así brotar
sangre y agua (Jn 19, 31-37). La tradición ha visto en la sangre y el agua los
símbolos misteriosamente reales del Bautismo, y la Eucaristía; frutos del
Corazón abierto del Redentor.
En este Quinto Misterio Doloroso nos detenemos a
contemplar esos acontecimientos centrales de la historia de la humanidad; la
muerte de Cristo en la Cruz ha sido la causa de nuestra salvación, la gran obra
del amor divino.
Misterios Gloriosos
Primer Misterio: La triunfante Resurrección de Jesús
En su último tramo, el Rosario nos hace meditar sobre
la verdad central de nuestra fe, que es la Resurrección del Señor; si ésta
cayera, desaparecería el cristianismo. Quedaría reducido a unos pocos consejos
morales, para «pasarla mejor» aquí abajo.
La Resurrección expresa quién es ahora Jesús: el
Viviente, que resulta criterio y medida de los hombres, y de su destino. A los
primeros discípulos, a los mismos Apóstoles, les resultó difícil aceptar y
comprender aquel acontecimiento: Jesús entró en una forma de vida totalmente
nueva, una nueva dimensión de la existencia humana; su caso no es como el de
los muertos que, por el poder de Cristo, fueron resucitados: Lázaro, y el hijo
de la viuda de Naím, que volvieron al tipo de existencia que llevaban antes, y
que estaría sometida a la muerte que, finalmente, habrían de sufrir.
La fe judía afirmaba la resurrección de los muertos
para el fin de los tiempos. Pero ese tiempo final se hizo presente ya en la
Resurrección del Señor. Los testimonios acerca de este hecho realísimo, que ha
cambiado la relación de los hombres con Dios, se apoyan en la Sagrada
Escritura; que recién entonces pudo ser, por la acción del Espíritu Santo,
comprendida en profundidad, por ejemplo, el Salmo 16 (15): «No abandonarás mi
vida en el abismo, ni dejarás que tu Santo sufra la corrupción; me indicarás el
sendero de la vida…»
A los testigos de la Resurrección, comenzando por las
mujeres, que fueron privilegiadas con las primeras apariciones del Resucitado,
les costó reconocerlo; Él era el mismo, pero su aspecto era inimaginable; una
realidad celestial se introducía en la trama de la vida ordinaria. El Señor
solo se mostró a algunos testigos, para dar cabida a la fe, respuesta a la
afirmación original de la predicación cristiana: ¡Ha resucitado!
San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, enseña
que la Resurrección de Cristo es la fuente de la resurrección de los muertos.
Tal fuerza tiene esa vinculación, que el Apóstol puede afirmar que si los
hombres no resucitaran tampoco Cristo habría resucitado (1 Cor 15, 12 ss.). Una
fórmula bien precisa se encuentra en la Carta a los Romanos: «Si confiesas con
la boca, y en tu corazón crees que Dios lo ha resucitado de entre los muertos,
serás salvado» (Rm 10, 9).
La predicación de la Iglesia, desde el comienzo, tiene
a la Resurrección del Señor como argumento central: el día de Pentecostés,
Pedro se dirige a la multitud que se reunió, llena de asombro, al ser testigo
de la acción del Espíritu sobre los Apóstoles. Junto con los Once, el jefe de
la Iglesia naciente recordó a los judíos el crimen que habían cometido contra
Jesús, pero proclama: «A este Jesús Dios lo resucitó, y todos nosotros somos
testigos… Sepa entonces con certeza la Casa de Israel, que Dios lo constituyó
Señor y Mesías, a ese mismo Jesús a quien ustedes crucificaron». El Libro de
los Hechos, que reproduce esta primera proclamación de la Iglesia, apunta que
los oyentes, compungidos, preguntaban a Pedro qué debían hacer; y el Apóstol
los exhortó a convertirse, y a recibir el Bautismo en nombre de Jesucristo,
para recibir el don del Espíritu Santo; ese día adhirieron al mensaje y se
bautizaron unas tres mil personas (Hch 2, 31-41).
En la liturgia de la Octava de Pascua, antes del
Evangelio de la Misa, se canta o recita la Secuencia Victimae paschali: «Que
los cristianos inmolen alabanzas a la Víctima Pascual; Cristo redimió a las
ovejas, el Cordero inocente reconcilió a los pecadores con el Padre. Sabemos
que Cristo resucitó verdaderamente de entre los muertos; Tú, Rey victorioso,
ten misericordia de nosotros».
Lo dicho permite reconocer la importancia de este
Primer Misterio Glorioso, en el conjunto del Rosario. Para contemplar, con el
gozo de María Santísima, el Rostro triunfante de su Divino Hijo.
Segundo Misterio: La Ascensión de Jesús al Cielo
Las noticias evangélicas acerca de la Resurrección del
Señor, coinciden en señalar que las apariciones del Resucitado, su mostrarse
vivo, con una vida diversa de la intramundana, fueron acotadas. Su finalidad
fue preparar a algunos testigos, que pudieran luego anunciar el inicio de una
nueva realidad, la que estaba destinada a ser la realidad definitiva del
hombre, y de toda la creación; el tiempo final (en griego se dice ésjaton) fue
anticipado en el Resucitado.
El final del Evangelio de Lucas, y el comienzo del
libro de los Hechos de los Apóstoles narran cómo Jesús, que se había hecho
reconocer y que alternó con sus discípulos, dio por concluida su presencia en
la tierra. El Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, tomó una
naturaleza humana en el seno virginal de María, para cumplir el designio del
Padre y, con su vida, pasión y muerte obrar la salvación, el retorno de la
humanidad a la amistad con Dios. Cumplida esa misión correspondía que el Verbo
llevara su humanidad santísima a la Gloria. En el seno de la Trinidad hay una
naturaleza humana: el hombre está en Dios, y Dios se ha acercado a los hombres.
La Ascensión implica que Jesús se ha ido, pero
permanece en una cercanía permanente. El cristianismo es, ante todo, el don de
esa presencia. En nuestra profesión de fe, decimos: «Subió a los Cielos, está
sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso»; vale decir, el hombre
Jesucristo participa del poder soberano de Dios.
San Lucas relata cómo después de dar las últimas
instrucciones a los Once, «Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania, y
elevando sus manos los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos, y
fue llevado al Cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de Él,
volvieron a Jerusalén con gran alegría…» (Lc 24, 50-52). En el libro de los
Hechos se apunta un detalle: los discípulos continuaron con los ojos dirigidos
al Cielo cuando una nube ocultó al Señor a su vista (la nube tiene en la
Biblia, en ambos Testamentos, un sentido teológico, representa la presencia de
Dios, que se manifiesta), y dos hombres vestidos de blanco (ya sabemos que se
quiere decir: dos ángeles), los interpelan: «Hombres de Galilea, ¿por qué
siguen mirando al Cielo? Este Jesús que les ha sido quitado, y fue elevado al
Cielo, vendrá del mismo modo que lo han visto partir» (Hch 1, 11).
La Ascensión nos remite al retorno de Cristo, como
afirmamos en el Credo: «Desde allí (desde el Cielo, desde la diestra del Padre)
ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos». El Símbolo de Nicea dice que
esa venida del hombre Jesucristo será «con gloria» y que «su Reino no tendrá
fin». Este es el máximo objeto de la esperanza de los cristianos.
Tercer Misterio: La venida del Espíritu Santo
En la extensa conversación de la Última Cena con los
discípulos fueron revelados profundos misterios sobre Jesús, el cumplimiento de
su misión, y la unión de vida entre Él y los suyos. En ese contexto el Señor
les descubrió la misión del Espíritu Santo, en continuidad con la suya, que
entonces concluía.
En primer lugar, la promesa del don del Espíritu
Santo: «Si ustedes me aman cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y
Él les dará otro Paráclito (Jn 14, 16: paráklēton: Consolador, Valedor,
Defensor), que permanezca con ustedes para siempre, el Espíritu de la verdad,
que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en
cambio, lo conocen, porque Él permanece con ustedes, y está en ustedes». La
identidad del Espíritu, que procede del Padre y del Hijo es ser don; habla
Jesús de otro Paráclito, porque Él, que lo ha sido hasta entonces, vuelve al
Padre.
En la misma última conversación, Jesús les presenta la
misión del Espíritu Santo. Cuando Él venga, probará al mundo (elénxei: argüirá,
como en una acusación, Jn 16, 8) dónde está el pecado, dónde está la justicia,
y cuál es el juicio. «El pecado está en no haber creído en mí, la justicia en
que yo me voy al Padre, y ustedes ya no me verán, y el juicio en que el
Príncipe de este mundo (árjōn, así designa Jesús al demonio) será arrojado
fuera». El Espíritu Santo, como un abogado, reivindicará la santidad de Jesús,
y el carácter definitivo de su triunfo; Él continuará la obra del Redentor
santificando a la Iglesia, y asistiéndola en su misión.
El día de Pentecostés, el descenso del Espíritu Santo
trajo palabras de fuego que, en contraste con el lejano episodio de Babel,
forja la unidad de los hombres que se integran en la Iglesia, de la cual el
Espíritu es el Alma. Hace unas décadas, en un libro que exponía la presencia
del Espíritu Santo en la Iglesia, y la eficacia de sus dones, se llamaba a la
Tercera Persona de la Santísima Trinidad el gran Desconocido. El conocimiento
del Espíritu se percibe en la fe, la oración, la apertura del corazón a Él, y
la recepción de su amor, que debe fructificar en los fieles. El don bautismal
del Espíritu sigue actuando en el interior de los fieles, y los prepara a vivir
en su gracia, y a dar testimonio de la Verdad en el amor. Es el Espíritu quien
anima la liturgia sacramental de la Iglesia, y la constituye en fuente de
santidad.
Concluyo esta meditación con una oración clásica:
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles,
y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Envía Señor tu Espíritu, y todas las cosas serán
recreadas.
Y renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios, que has instruido los corazones de tus fieles,
concédenos saborear todo lo que es santo según el mismo Espíritu,
y
gozar siempre de su consuelo. Por Jesucristo Nuestro Señor.
María ha sido llamada Esposa del Espíritu Santo. Que
ella nos ayude a intimar, y a dejarnos conducir con el Espíritu del Señor, para
alcanzar experiencias inefables en la relación con Él.
Cuarto Misterio: La Asunción de la Santísima Virgen en
cuerpo y alma al Cielo
El 1º de noviembre de 1950, el papa Pío XII definió
como dogma de fe que María, al término de su vida temporal, fue llevada en
cuerpo y alma al Cielo. Fue aquel un día de intensa alegría en toda la Iglesia.
En Roma se reunió una multitud que colmó la Plaza de San Pedro; y seguía por la
Via della Conciliazione, hasta el Tíber.
Fue asumida, como arrebatada por Dios, para que no
sufriera la corrupción del sepulcro. El Papa no menciona la muerte de la Madre
de Cristo; solamente afirma que no conoció la corrupción, y que se encuentra en
la gloria, íntegra en cuerpo y alma. No era posible que quien había llevado en
su seno al Dios hecho hombre, cuya naturaleza humana se formó de ella, por
acción del Espíritu Santo, sufriera la disolución de su Cuerpo santísimo.
En la Biblia encontramos dos casos análogos de
«asunciones». Uno de los patriarcas anteriores al diluvio, Henoc, hijo de
Iéred, «siguió siempre los caminos de Dios, y luego desapareció porque Dios se
lo llevó» (Gn 5, 24). El otro caso es el del profeta Elías. Leemos en el
Segundo Libro de los Reyes: «Esto es lo que sucedió cuando el Señor arrebató a
Elías y lo hizo subir al Cielo en el torbellino» (2 Re 2, 1). Lo acompañaba su
discípulo Eliseo, que pudo verlo cuando se alejaba, y logró recoger el manto
del gran profeta (cf. 2 Re 2, 13), signo de la participación en su espíritu.
Según la tradición, la Madre de Jesús vivía en Éfeso
con Juan, «el discípulo que Jesús amaba». Los cristianos de Oriente celebran la
Dormición de Nuestra Señora, que equivale a su Asunción. La conmemoración
litúrgica de la Asunción se celebra el 15 de Agosto. Tradicionalmente, aun
antes de la proclamación del dogma, este día era la fiesta por excelencia entre
las fiestas marianas. Popularmente se lo llamaba Santa María.
Otras de las razones exhibidas por Pío XII para
mostrar la «necesidad» (creo que se puede hablar así) de la Asunción es que
Ella fue eximida de contraer el pecado original. Esta otra verdad tiene,
asimismo, dimensión dogmática: fue proclamada como dogma de fe por Pío IX, en
1854. La muerte, y la consiguiente corrupción del cuerpo, son consecuencia del
pecado original. El texto de la constitución Munificentisimus Deus alude,
expresamente, a que la elevada al Cielo fue la Inmaculada, tal como reza la
definición dogmática de 1854, Ineffabilis Deus.
Cuando invocamos a la Madre de Dios, cuando elevamos
nuestras súplicas, lo hacemos refiriéndonos no a un pasado, sino al presente, a
su presencia celestial junto a Jesús, a su participación en la plenitud que
vive Jesús. Este es el argumento del último Misterio Glorioso del Rosario, del
cual me ocupo a continuación.
Quinto Misterio: La coronación de María Santísima como
Reina y Señora de todo lo creado
Los ojos de nuestro espíritu, el afecto de nuestro
corazón, se detienen ahora en la contemplación del pleno cumplimiento de las
palabras del Ángel Gabriel, que -tal como vimos en el Primer Misterio Gozoso-
la llamó «llena de gracia», plenamente favorecida por Dios (kejaritōmenē). Al
dirigirnos a Ella esperamos recibir el inmerecido regalo de ser escuchados y
atendidos: «Acuérdate, piadosísima Virgen María, que jamás se oyó decir que
cuantos han recurrido a tu socorro… haya sido abandonado». Esperamos el gesto
bondadoso de una Reina.
En Roma, en la Basílica de Santa María in Trastevere
se puede admirar el mosaico del ábside, una obra del siglo XII, que presenta a
Cristo y María en el trono, ataviados como el Rey, y la Reina; el detalle
conmovedor es éste: Jesús, con su brazo derecho sobre el hombro de su Madre la
estrecha junto a sí. La realeza de María es coextensiva a la realeza de su
Hijo.
El año litúrgico incluye la fiesta de la realeza de
Nuestra Señora, en continuidad a su Asunción a la gloria; ha sido llevada al
Cielo para compartir, como humilde «Servidora del Señor» el poder del redentor.
Precisamente, la contemplación de la condición real de la Madre nos remite a la
realeza de su Hijo. En la escena de la Anunciación, el Ángel Gabriel,
refiriéndose al futuro fruto del seno de María, dijo: «El Señor Dios le dará el
trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su
reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33). El Señor reinó sobre el madero de la Cruz,
junto a la cual estuvo su Madre; ella compartió con su compasión la paradojal
realeza, y por eso luego pudo unirse a la gloriosa realeza del Resucitado. La
Tradición la nombra repetidamente Reina; por ejemplo, Reina y Madre de
misericordia. Santa Teresita del Niño Jesús expresó su experiencia interior, al
enunciar una sentencia que es teológicamente impecable: Tiene más de Madre que
de Reina.
Al concluir esta meditación de los Veinte Misterios
del Santo Rosario, en el día en que, por gracia de Dios, celebro el regalo de
un nuevo año de vida, deseo dedicarla especialmente a quienes hagan uso de
ella. La he escrito con el propósito de ayudar a que esta devoción mariana
pueda ser practicada con una inteligencia, y un amor, cada vez mayores. Y, por
consiguiente, obtenga frutos más abundantes de santidad.-
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